Artículo publicado en el número 3/2020 de InDret. Revista para el Análisis del Derecho: https://indret.com/wp-content/uploads/2020/07/1550.pdf
Si bien la doctrina oficial y asentada proclama que el fallo de la regulación estuvo en el origen
de la Gran Recesión, no termina de quedar claro si por exceso o por defecto. No estaré
demasiado equivocado al decir que la versión predominante es que el fallo fue por carta de
menos, o sea, por consentir que las ciegas fuerzas del mercado financiero, la glotonería
especulativa, en suma, determinaran nuestros designios. En el ángulo ciego de este gran relato
se encuentran las multitudes que, durante una década prodigiosa, obtuvieron crédito para
comprar un par de viviendas, la habitual y la de vacaciones, y un par de automóviles de alta
gama y que, cuando se acabó la fiesta, se metamorfosearon en multitudes indignadas. Oímos
con frecuencia que la regulación no solo arregla los fallos del mercado, sino también los de la
propia regulación y, como es lógico, mediante una más intensa, detallada y extensa
regulación. Y en esas estamos, aunque el juego y las reglas inicialmente ideadas para
fundamentar la independencia de los Bancos Centrales se juegue con otros criterios y sobre un
tablero diferente.
Podríamos ir camino de consagrar un nuevo numen -u orden místico, si se quiere-, el del
BCE/SEBC, dotado de arcanos vericuetos decisionales y no menos inaccesibles ritos iniciáticos,
y el TJUE habrá sido uno de sus más destacados promotores. Estoy plenamente conforme con
que los reguladores independientes, incluido el BCE/SEBC, tengan una configuración
estrictamente autoritativa en el marco de la gobernanza europea, lo cual quiere decir que el sentido fundante de sus actuaciones es el propio de la auctoritas, en su acepción orsiana más
genuina, un saber socialmente reconocido, o sea, una competencia estrictamente técnica. Y esto
significa que el control jurídico de su actuación ha de estar principalmente soportado por
razones técnicas. Mi censura a la posición del TJUE radica ahí, en su incapacidad para
confrontar la urdimbre económica de las medidas adoptadas por el BCE/SEBC y discernir a
través de ella sobre su consistencia con un marco jurídico-constitucional que, como cualquier
otro, demanda arduos ejercicios de interpretación. Me aparto entonces de la idea de que la
ausencia de legitimidad democrática sea la carencia que convierte en impugnables las
decisiones con efectos redistributivos de una autoridad independiente como el BCE/SEBC. La
única fuente indispensable de legitimación de la acción colectiva es la redistribución; de hecho,
la democracia –toma de decisiones según voto per capita, no per quota- es esencialmente eso,
una redistribución de partida. En la evaluación técnica de las consecuencias de los programas
de compra de deuda soberana radica la principal causa de su rechazo. El TJUE ha elaborado el
discurso del ellos sabrán, todo sea por nuestro bien. Y, de paso, ha contribuido a consagrar una
herramienta de política monetaria que, para espanto de perplejos, tiene todas las trazas de
convertirse en habitual. El mantenimiento de un saldo vivo y constante de deuda soberana en el
balance del BCE/SEBC supondría, ni más ni menos, la reencarnación del espectro de la deuda
perpetua de los Estados miembros.